domingo, 16 de abril de 2017


16.04.16
Para los que se fueron,
para los que quedamos,
para los que vendrán.



Son las 12:08 am del martes 04 de abril del 2017. Y luego de una larga jornada, todo cansado, pero sin poder dormir, me llega sin previo aviso, a manera de asombro y ansiedad, la necesidad y elección de empezar (retomar el buen hábito) de escribir; éste, un nuevo blog (después de mucho tiempo de no hacerlo). Enseguida me levanto de mí cama, enciendo mí laptop, tomo un pluma, abro una libreta, anoto unas cuantas palabras, y entonces simplemente: empiezo.

El tema en referencia; aquel, que por estas fechas, todos (o casi la gran mayoría) empiezan por evocar, platicar, recordar, hablar, escribir, revivir, y por varias razones (justas y no), algunos hasta maldecir, con el sensación de querer olvidar.  El tema en mención, es ese mismo, el suceso de mayor transcendencia en el Ecuador durante el primer semestre del 2016, aquel que marcó a mí país; tanto en lo anímico, emocional, social, económico, político. Aquel que provocó un nuevo escenario, un antes y un después dentro del inconsciente colectivo de toda una nación. Sí, ese, que ya todos empiezan a dar nombre, que recuerdan con tristeza y nostalgia, que revive momentos de amargas verdades. Sí, el ya conocido: “TERREMOTO DEL 16A”.

El 16 de Abril del 2016, no fue sin duda un día cualquiera, aún y cuando haya empezado y transcurrido como un día tan igual como todos los demás. Aquel segundo sábado de abril, aproximadamente a las 18:58 pm (hora local); se registró un terremoto con magnitud de 7.8 (escala Richter), con epicentro entre las parroquias Pedernales y Cojimíes del cantón Pedernales, en la provincia de Manabí. Según el Instituto Geofísico del Ecuador, el sismo tuvo una duración aproximada de 52 segundos; sin embargo, y para casi todos quienes lo sufrieron en carne propia (incluyéndome en ese selecto grupo), el terremoto de aquel fatídico sábado, duro más de lo señalado. Duró, como duran esas cosas que te marcan y dejan huellas. Duró una larga espera, de aquellas que tienden a vestirse de eternidades. Duró más de lo necesario para quienes tuvimos que vivirlo y experimentarlo. No cabe duda, que duró más de la cuenta.

Y sin embargo, la magnitud de sus resultados, no se llegaría a saber en su totalidad, sino hasta pasado varios días de lo ocurrido. Porque para rematar, el país, o mejor dicho, las principales provincias que se vieron afectadas con este acontecimiento natural, estuvieron aisladas temporalmente, desprovistas sobre todo de servicios básicos. Y como todos sabemos, sin luz, nadie se entera de nada, porque desgraciadamente, la televisión, la radio, el internet, etc. Son medios de comunicación de no funcionan por arte de magia.  

Personalmente; puedo decir, evocando recuerdos que se pasean por mí memoria, como ráfagas de vientos, de esas que golpean y dejan todo alborotado por donde transitan,  que haber vivido el terremoto del 16A, no fue una experiencia para nada agradable. Un día después de la tragedia, tuve que acompañar a mí cuñado a la ciudad de Portoviejo (una de las más afectadas por el sismo) ya que él es oriundo de la capital manabita, y toda su familia radica en ella. Recordando (y a su vez escribiendo lo presente), no puedo dejar de sentir tristeza al ver el centro de la ciudad de los reales tamarindos, toda destruida, toda maltrecha, donde por momentos creía que había ingresado a una ciudad en conflicto bélico, algo parecida a esas que nos muestran los diarios, de aquellas noticias que provienen de medio oriente. Sí, esas donde sobrevivir tan solo un día, ya es más que un regalo y milagro de vida.
De acuerdo a cifras oficiales, emitidas por la Secretaría de Gestión de Riesgos del Ecuador, el terremoto del 16A dejó como resultado lo siguiente:

·         6 provincias afectadas,
·         829 edificaciones afectadas,
·         1,125 edificaciones destruidas,
·         30,000 personas albergadas,
·         6,274 personas heridas,
·         113 personas rescatadas,
·         6 personas desaparecidas,
·         670 pérdidas de vidas humanas.

A Manta, tuve que verla días después, por varios razones. Al sector de Tarquí (lugar donde nací y crecí) no tuve el valor suficiente para adentrarme y ver la realidad de una “zona cero” toda destruida, desprotegida, vacía y callada. Y creo, y como muchos, preferí a esperar varios meses después (casi que un año transcurrido) para finalmente poder observar calles y sectores, que por instantes me eran casi que desconocidos o extraños, a pesar de haber cruzado tantas veces por aquellos lares. Y eso se debe, por entendimiento, que la memoria fotográfica en realidad es sensible a los fuertes cambios, y entonces se ve alterada, cuando lo observado y vivido, deja de ser lo que era, y pasa a convertirse en una nueva imagen. En una proyección opaca, marcada por una nueva capa de bloque y cemento. 

Por otro lado, lo ocurrido tanto en Pedernales, Jama, San Vicente, Sucre, Jaramijó, Montecristi, Chone y Muisne, entre otros sectores que se vieron fuertemente afectados por el terremoto; tuve que observarlos por la televisión, esperando por momentos encontrar una lógica o un sentido a la pregunta que nos hicimos todos por aquello días: ¿Por qué tuvo que pasarnos esto a nosotros?

Ahora, y ya a un año de lo ocurrido, en realidad no me interesa ya dar respuesta aquella interrogante que por esos días no me dejó dormir. Ahora, lo que extraigo como conclusión de lo sucedido, es que este tipo de cosas, suelen pasar (y vayan que pasan a diario), solo que nunca esperamos que nos ocurra, o que nos suceda a nosotros. Porque vivimos tan acelerados y metidos en nuestras propias vidas, que jamás se nos pasa por la cabeza, el hecho que un día cualquiera, la tierra empiece a temblar, tan pero tan fuerte, que no solo promueva el movimiento de nuestras bases físicas, sino que también incite a sacudir nuestras frágiles bases mentales, y hasta cierto punto, también las espirituales. 

Pero saben que, en verdad, ya no deseo seguir, refiriéndome de lo malo que dejó el terremoto del año anterior. Prefiero escribir, pero de aquello que realmente vale la pena. Prefiero hablarles de lo bueno, de lo rescatable, de lo mencionable y recordable. Me quedo con la solidaridad de todo un pueblo, que una vez enterado de la tragedia de sus hermanos, inmediatamente movilizaron contingentes de ayuda, de todo tipo y de toda índole. Me quedo con la entrega y colaboración (desinteresada y llena de valor humano): del amigo, que de forma veloz, socorró al pana que más lo necesitaba. Me quedo con la solidaridad del familiar, que olvidando diferencias y mal entendidos, mostró ayuda al pariente más cercano. Me quedo con el recuerdo del vecino, que no dudó en dar la mano para ayudar a su comunidad. Me quedo con la entrega del bombero, que desde que fue llamado a dar prestación de sus servicios, no descansó (ni siquiera en vigilia) para rescatar y dar los primeros auxilios a las víctimas. Me quedo con el apoyo del taxista, que por aquellos (grises y extraños) primeros días ocurrido el terremoto, salía  a las calles, a colaborar con carreras sin ningún tipo de costo, aun sabiendo que esto le generaría pérdida. Me quedo con el valor del rescatista (tanto nacional como extranjero), que dejando todo a un lado, inclusive su propia familia, y armándose de valor, no bajó la guardia en ayudar y dar su fiel apoyo para rescatar personas entre los escombros. Me quedo con la imagen del hombre, humilde y trabajador, que donó todo lo hecho con la venta de sus empanadas durante un día de labores, para entregarlo como donación en ayuda de los más afectados. 

Y entre todas estas historias de vida, me quedo con una en particular. Con la del hombre valiente (padre, amigo, ex militar y fiel deportista)  Alex Tixilima, que aún estando ya en lecho de muerte, no dejó de alentar y colaborar en ningún momento con aquel grupo de personas con las que desafortudamente le toco compartir espacio entre los escombros del ya desaparecido edifico “Felipe Navarrete” de la ciudad de Manta. Hombre de carácter, que aún perdiendo a toda su familia, en el transcurso de las horas de haberse efectuado el siniestro,  supo dirigir tanto su fuerza física como mental, para seguir dándoles ánimos a quienes pudieron, en días después, poder salir y ser salvados, entre los hierros retorcidos y las columnas caídas. 


Hace no más de un par de meses atrás, y luego de haber iniciado una nueva etapa en mi vida, tuve la oportunidad (por varios días) de escuchar, estudiar, investigar y analizar, acerca de un tema en especial. El título en mención, fue: LA RESILIENCIA.

Aunque con anterioridad, ya había leído y escuchado algo del tema (en realidad de manera superficial), para esta ocasión, todo fue diferente. Esta vez, supe dejar en claro el término de resiliencia, como “la capacidad y condición de adaptación de los individuos para mantenerse sanos, reaccionar o recuperarse de manera positiva, frente a situaciones desfavorables”.

Hago acotación a esto, porque en realidad me parece que esto ha sido lo que ha conllevado a muchos (incluyéndome) a ir superando a través de los días, semanas, y meses, la experiencia de haber vivido y sentido en carne propia la gran fuerza física que genera un terremoto con magnitud 7.8 grados. Ha sido la resiliencia la herramienta de la todos hemos hecho uso durante este largo lapso de tiempo. Aunque personalmente, mis pérdidas, no superaron más que lo material, no pude dejar de ser indiferente ante la tragedia, sobre todo de mis hermanos de la provincia de Manabí y Esmeraldas (principales sectores golpeados por el sismo). Referirse a la muerte, ya provoca incomodidad; ahora el tener que vivirla y encararla como resultado de un siniestro natural, es algo que marca sin duda la vida del familiar o el amigo, que simplemente tiene que ver, como aquella persona querida, con la cual le tocó compartir muchas experiencias, risas, encuentros, viajes, fracasos, abrazos, fiestas, logros, etc. parte de este mundo, de la manera más indiferente, sin ni siquiera poder dejar un mensaje de despedida.

Es cierto lo que dicen, que la vida nos va haciendo fuertes, en justa medida y de acuerdo a las experiencias vividas. Ahora, y luego de todo este proceso, me gusta catalogarme como un sobreviviente mas, porque creo que al igual que todos los que padecimos el terremoto, esa noche, de aquel 16 de abril de 2016.  Corrimos con la misma desgracia; más sin embargo, muchos tuvimos el privilegio de correr con distinta suerte. Porque todos estuvimos expuesto, quizá en un pequeño margen de vulnerabilidad de diferencia. Pero en fin, todos estuvimos más que expuestos, frente a un sismo que inicio normal, como cualquier otro temblor de verano, pero que medida que pasaron los segundos, fue tomando fuerza, como si tratase del desalumbramiento de la rabia contenida de un demonio descarado y sin vergüenza, la cual había estado dormida debajo de la superficie terrestre, por un largo tiempo; pero que simplemente le bastó 52 segundos, para  generar un sinnúmero de reacciones, dejando como saldo, una ola de muerte y destrucción a su paso.

A un año de lo ocurrido, son muchas las cosas que han ido cambiando. De parte del gobierno central, se ha podido dar ayuda a casi toda la población que se vio afectada con el terremoto. Ayudas económicas para nuevos emprendimientos, préstamos bancarios, construcción de complejos habitacionales, reconstrucción de edificaciones afectadas, etc. Han sido varias de las ayudas que se han ido brindado por parte del gobierno central y de los respectivos GAD. Sin embargo, y como lo dijo en una ocasión el señor presidente del Ecuador, Econ. Rafael Correa Delgado, es más que probable que los estragos del terremoto del 16A, se sigan sintiendo por muchos años más. Y es más que entendible este razonamiento, porque sobran ejemplos a lo largo del mundo, sobre todo en naciones que han padecido por situaciones similares, y se ha evidenciado, que por lo general los procesos para una total recuperación, suelen caminar a paso lento.

Pero bueno, lo importante en todo esto, es y será la capacidad (física y psicológica) que tenemos los manabitas y por ende los ecuatorianos, en poder salir siempre delante de situaciones adversos  que nos suela presentar la vida. Como buen creyente que soy de la existencia de un Dios, no creo que lo ocurrido hace un año atrás, haya sido a afecto de la ira de un buen padre celestial, como muchos (fieles confesos) solían decir por aquellos días. Sí, soy un hombre de Fe, pero también me considero un hombre de ciencia, y como tal entiendo y comprendo, que la tierra está estructurada de diferentes cortezas, además de contener un núcleo el cual se encuentra compuesto de hierro mezclado con níquel y pocos rastros de elementos más ligeros (cobre, oxígeno y azufre), rozando con una temperatura  entre 4.000 y 5.000° C aproximadamente.

También entiendo, que los gigantes bloques de roca que forman la corteza de la Tierra se mueven debido a la tectónica de placas, las cuales no se encuentran unidas, y están destinadas a chocar siempre entre sí. Además, sé muy bien, y esto lo se lo debo a mis estudios secundarios en geografía, que el Ecuador se encuentran en el llamado “Anillo de Fuego”, una zona de alta actividad sísmica y volcánica situada en las costas del océano Pacífico, que se extiende a lo largo de más de 40.000 kilómetros. Y que cuando dichas placas tectónicas, mantienen un roce constante, empujándose una con otra, durante un largo tiempo, la presión contenida se ve obligada acumularse, hasta el punto exacto que tiende a liberarse a manera de terremoto. Lo cual fue exactamente lo que ocurrió, la noche del 16A. La liberación de una fuerza física natural, que no esperó más tiempo para ser expulsada.



Así, que esto es algo con lo que se debe aprender a convivir. Con que lo que debemos saber lidiar y afrontar. Todas las grandes civilizaciones la han padecido a través de la historia, nosotros lo hemos padecido, y quienes vendrán lo sufrirán, de igual o en mayor medida, pero ya será tarea de ellos el tener que aprender, a su debido tiempo, enfrentar y proseguir. Sólo que ellos, tendrán una cierta ventaja, la experiencia de nosotros: sus antepasados.
Finalmente, culmino mí presente blog, con un video musical de motivación y esperanza, porque no quiero irme sin seguir dándole ánimos a todo este pueblo. Mi pueblo, el pueblo manabita, valiente y resiliente. El video, una obra compartida entre dos grandes contemporáneos cantautores ecuatorianos: Israel Brito, y el sin igual Francisco “El pancho” Terán.

Porque como dice la introducción del video, esta es: “Una canción de esperanza, porque a veces la luz que necesitamos en nuestras vidas, puede estar dentro de nosotros mismos”.